Ecos de ti


Me cuesta creer que mañana me despertaré y no te veré en la cocina, nevando todo con harina, sacando una copita de algo para bebértela tú mientras haces la comida y diciendo que ese es el ingrediente secreto.
Me cuesta creer que tus sabores no volverán a estar en nuestra mesa. Sólo un ligero toque que nos has dejado en herencia. Tus bromas, tu humor afilado, tus comentarios irónicos, todo eso se fue contigo.
Tengo miedo de no poder recordarte todo lo que te mereces ser recordado.
Por eso te escribo tanto últimamente. No quiero perder lo poco (o mucho) que queda de ti.
Tu eco te hace presente. Siempre lo estás. Y aunque mi cabeza no sea buena recordando, mi cuerpo sí. Mis manos no olvidan tu pelo entre mis dedos, mis brazos aún saben cómo se sentía estar entre los tuyos, mis mejillas saben cómo es que las pellizques. Mis oídos aún tienen restos de tu voz.

¿Cómo es posible que el mundo siga girando tan tranquilamente ahora que ya no estás? ¿No se tendría que haber detenido? Si todo es tan relativo, ¿cómo es posible que el tiempo haya seguido sin pararse, sin ralentizarse al menos?

Te escribo

Todavía no me siento lo suficientemente fuerte como para llorarte todo lo que tengo que llorarte.
No me lo creo. No lo creo. No creo.
Te escribo a ti que no puedes leerlo. Te escribo porque resulta que me leías. Te escribo porque te pienso y quiero ser tan fuerte como tú. Te escribo porque sigo teniendo el reflejo de poner un plato más en la mesa. Te escribo porque escribirte es hacer como si estuvieras aquí. Escribir es materializar. Te materializo.

Agujero negro

El frío recorre con sus dedos minúsculos todo mi cuerpo. Me acaricia los brazos, las piernas, los párpados. Me seca los ojos con su aliento. Se enreda en mi pelo, se descontrola bailando con él.
La luna me alumbra tenue. Me empalidece. Su luz se extiende por mi piel y salta en el cristal de mi reloj, lamiendo las manecillas diminutas, que siguen su camino como filas de hormigas.
Camino descalza, el suelo se queja de mis pasos, cruje. Hojas, ramas resquebrajadas, escarabajos, orugas, gusanos, todo se pelea con mi presencia.
Susurros roncos se abrazan a mis oídos, me advierten. Gritos. Pero no puedo parar. Me siento inevitablemente atraída a ese lugar.
El viento me empuja hacia él con violencia, tensa las telas de mi vestido, las vuelve sólidas. Soy la vela de un barco imparable, sin guía, en manos únicamente de la naturaleza que me arroja con fuerza hacia adelante. 
Caigo de rodillas. Me aferro al borde del punto en donde el tiempo y el espacio se pliegan sobre sí mismos. Siento que me absorbe la nada. Me arrastra, me rompe, me hace jirones la piel. Me desnuda arrancándome el reloj y la ropa para engullirlas en la oscuridad más absoluta.Me levanto.
Un cuerpo débil, perecedero, pálido, lleno de tierra y sangre. Se me desgarra la garganta. El pulso me golpea las sienes. Avanzo hacia el vacío. Paso a paso.
La nada. No es oscuridad, es la ausencia total, absoluta y definitiva de la luz. Un agujero negro. 
Podría observarlo toda la vida. Podría dar un paso más.

Relatividad

No hay absolutamente nada más inconsistente que la realidad.

Qué certeza hay si nuestra percepción regula y cambia el mundo a cada segundo. Qué certeza hay si cada recuerdo es una deformación abstracta de la percepción ya de por sí cambiada de lo que se supone que existe fuera. Y ese "fuera", esa supuesta realidad para los seres humanos que no es más que una convención inevitable para poder construir una sociedad,...

¿existe?

Mi consciencia no es más que un cúmulo de impresiones tratando de encontrar un orden a un caos indescifrable. Intentando inculcar una narrativa, una línea temporal que marque y dé sentido a mi existencia, a mi forma de afrontar el mundo.

¡Una línea temporal! Como si el tiempo fuera una verdad universal fuera de nuestra subjetividad.

Es simplemente absurdo.

Aquí me encuentro, desprovista de la realidad en sus cuatro dimensiones.

Me gustaría renegar de todo. Aceptar la inexistencia del pasado, del futuro, y la instantaneidad del presente. Aceptar que ya no es, no está en el mundo lo que es pasado, eso de lo que solo conservo una informe huella construida de imágenes sensitivas.

Pero sin embargo, es todo lo que me queda de ella.

La jaula

Abrió los ojos, ya molesta por la débil luz que se colaba en el interior de la estancia. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez.

La penumbra de la habitación le resultaba deslumbrante. Se había acostumbrado demasiado a la oscuridad con que sus párpados abrigaban su mirada.

Se levantó como una autómata y caminó hasta su viejo tocador descolorido, acariciando con las puntas de sus huesudos dedos los barrotes de su jaula. Estos desprendieron herrumbre a su paso, como la corteza muerta de un delgado árbol podrido y resquebrajado.

Su paso la llevó hasta el asiento frente al espejo agrietado y sucio, y, como tantas otras veces, contempló la estancia desde el oscuro reflejo que le devolvía. Una capa de polvo se había adherido a cada superficie de su lúgubre cárcel privada.

Contempló el exterior entre las delgadas varillas de la jaula. Día y noche se sucedían a toda velocidad. Todo era borroso y confuso. Una lluvia de pinceladas de imágenes diferentes se mezclaba sin sentido, el tiempo y el espacio no se ponían de acuerdo mientras ella observaba.

Y por delante de todo, los mugrientos barrotes.

Cuánto tiempo llevaba encerrada es algo que no podía recordar. No tenía conciencia de haber sido niña nunca, podía haber nacido ahí o simplemente haber olvidado que lo fue. Solo sabía que nunca podría salir.

Sus ojos repasaron el oxidado armazón por primera vez en mucho tiempo. Arrastró torpemente la mirada hasta donde creía recordar que se encontraba la infranqueable puerta. Y allí, su vista se tropezó por primera vez con la cerradura de la jaula, antigua, complicada, imponente, invencible.

Había algo extraño en ella. Esperaba ver un débil punto de luz en el agujero donde iría la llave. Lo comprendió rápidamente: no había oportunidad de salir, la cerradura había sido sellada.

Se levantó de la silla y lentamente se acercó hasta la cerradura, temblando. En la penumbra, sus ojos adivinaron lo que sus temerosos dedos acabaron por confirmar.

Su corazón se desbocaba, oía cada latido frenético como un tambor en sus oídos. Y por fin, la tocó.

Allí, en la cerradura, incrustada, al alcance de su mano, había reposado la llave desde el momento en que ella misma había decidido encerrarse.

Y entonces, recordó.



Un grito resonó en la nada, y nadie vio caer con fuerza una enorme llave enmohecida a un charco de barro rojo y espeso.

Hola.

No escribo mucho últimamente. No sé si eso es algo bueno o malo. Suelo escribir cuando me carcome algo por dentro y soy incapaz de expresarlo abiertamente.

Por lo general, he tenido dos motivos en mi vida para no escribir. El primero, es sentir que no logro nada haciéndolo. Que no soy capaz de arrancar de mis sesos las ideas absurdas que se enganchan con sus uñas afiladas hasta hacerlos trizas. Y que no vale nada ni una sola palabra que salga de estas manos conectadas a un cerebro inútil.

Esta sensación me ha acompañado muchos días encaramada a mi espalda, susurrándome al oído, apretándome el cuello. Admito que cumplió la función de no dejarme sentir sola.
Mi otro motivo no sé muy bien explicarlo. Es como si aplicara una anestesia a esos pequeños demonios insistentes y se quedaran simplemente durmiendo en el mismo sitio.

Absurdo. No preocuparme me hace sentir que no estoy utilizando completamente mi cerebro. ¿No es como una prueba más de que la ignorancia hace la felicidad?

Lucho contra esos pensamientos cada día y voy ganando la batalla. Creo que he tomado la inteligente decisión de no tener miedo a sentirme estúpida.

Aun así, no doy la guerra por ganada. No aguanto siempre en pie. A veces ellos despiertan y me golpean con sus pequeños puños hasta que soy un amasijo de carne acurrucada en el suelo. Pero cada vez son menos estos días.

Y no negaré que tengo miedo. Temo no preocuparme, temo estar con la guardia baja cuando llegue el momento de caer. Me siento ciega, como disfrutando de una caída con los ojos cerrados creyendo que el paracaídas se abrirá solo en el momento justo, pero sabiendo, en el fondo de mi mente, que esto no va a ocurrir.

Sin embargo, ¿no es eso la vida?

Disfrutar con los ojos cerrados de la caída sin temer el golpe final.

Autopsia del miedo

Unos dedos minúsculos se apoyan en el borde de la boca que se abre en el terreno, que es de una oscuridad envolvente, entera, asfixiante. Los ojos siguen a los dedos y observan temerosos otros ojos vacíos y absorbentes en el fondo. La negrura absorbe las lucecitas que proyectan, que resbalan de las cuencas y caen al vacío. Caen, caen, caen. Desaparecen.

Ahora es la tenebrosa brecha la que con sus dedos afilados pincha el borde de la tierra. La oscuridad es humo que se arrastra espeso por el suelo, cubriéndolo todo de su negro áspero, ahogando todo rastro de vida que encuentra a su paso. La arrolla, la aplasta, la marchita y la reduce a cenizas que se mezclan con el humo, y se torna cada vez más fuerte.


Noche invencible, inevitable. Te miro a los ojos y me derrotas otra vez, mientras estiras tu mano de tentáculos de humo de cenizas de vidas perdidas, y con ella abrazas mi alma hasta que no queda más aliento en ella.

¡Gracias por leer mis estupideces!