Recuerda que no recuerdas.

¿Sabes cuando miras ese objeto que das tan por hecho que está ahí? Pasas la mirada por encima, casi sin verlo. Sabes que es su sitio natural. No te hace pensar nada.

Sin embargo, tu cerebro sabe que pertenece a esa persona, o que está ahí porque aquella otra persona lo puso porque le parecía mejor sitio, o por distracción, o que viene de aquél lugar que deberías recordar y que no estás muy segura de saber siquiera si existe o no. Sabes que lo cogiste aquel día de verano con... ¿cuántos: cinco años, seis? y le diste un uso nuevo.

Sabes que lo pusiste en la casa de tu muñeca, y también dentro de tu coche teledirigido.

También recuerdas cómo se veía entre tus manos, más pequeñitas y más blandas, y casi siempre más llenas de tierra por haber jugado fuera.

Notas bajo tus dedos cómo te aferraste a él cuando la tierra temblaba y no podía existir un futuro.

Casi puedes sentir, incluso, las manos que te lo dieron o te lo quitaron, demasiado suaves para ser tan violentas.

Puede que la mayoría de estos recuerdos no fueran siquiera verdaderos. Pero están ahí, almacenados en ese baúl sin fondo al que llaman cerebro, que lo guarda todo y a veces no te permite sacar nada.

Cada una de las partes de ese objeto es capaz de evocarte miles de sensaciones.

Hoy te hará sentir una niña.
Mañana, una anciana.

¡Gracias por leer mis estupideces!