Parálisis

La hora a la que se despertó es indiferente. Era una noche de luna menguante, sin mucha luz.
Dormía. Respirar le resultaba cada vez más difícil. Sentía como si el manto de la noche le hubiera caído encima y la envolviera. Su respiración se aceleraba, pero no entraba oxígeno en su cuerpo. El aire se le agotaba. Sentía que iba a explotar si no daba una bocanada de aire. Su cuerpo quería revelarse, pero no era capaz de mover un sólo músculo.
Cada extremidad de su cuerpo comenzaba a doler de la fuerza que empleaba en tratar de romper con la asfixiante inmovilidad. Sólo su aparato respiratorio parecía responder y no obtenía resultado.
Le hormigueaba todo el cuerpo. Los sonidos de la noche eran lejanos, tapados por el propio sonido frenético de su pulso. Su resistencia era cada vez más inútil.
Abrió los ojos. Sus cuerpo ya no oponía resistencia. Ya no notaba la dificultad para respirar.
Se incorporó y se levantó de la cama, sin atreverse a mirar aquél lugar que la había mantenido apresada inmóvil. No era miedo, ahora todas sus emociones se sentían lejanas, ajenas a su cuerpo.
Más por costumbre que por necesidad, fue a lavarse la cara. Esperaba que sentir el agua fría sobre su piel despertaría su mente y su cuerpo, pero salía caliente, a su misma temperatura, y ella no sentía nada.
Su reflejo en el espejo sobre el lavabo le devolvía la mirada. Con el tiempo casi había aprendido a aceptar esos ojos que siempre había odiado, pero no pasaba así con el resto de sí misma.
Esta vez no apartó la mirada, asqueada. Se mantuvo así. Ya no sentía vergüenza o dolor, aunque tampoco lo contrario.
El reflejo del espejo tenía algo inquietante. Como si no fuera ella. Como si fuera la primera vez que contemplaba ese cuerpo, esa cara. Sus rasgos eran menos marcados. No más bonitos, pero más suavizados. Su nariz, que antes era tan larga como su cara, sólo era una nariz alargada. Sus ojos minúsculos solo eran algo más pequeños de lo normal.
Aún así, no era un rostro bonito, ni una silueta agradable.
Se secó la cara y las manos, y volvió hacia su habitación.
En su cama las mantas enrolladas parecían formar un cuerpo tendido. Cuando las levantó para entrar, se quedó paralizada.
Tendida en la cama se encontraba ella.
Tenía los ojos abiertos, como contemplando la nada. Estaba inmóvil. No respiraba, no parpadeaba.
Sus brazos se cruzaban en su pecho, y sus manos aún reposaban en su cuello, como si siguieran apretándolo.

¡Gracias por leer mis estupideces!