Dry Blue Eyes

Yo soy quien se encarga de sacarles adelante. Después de la guerra, ellos no han sabido hacerlo por sí mismos. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Dejarles perderse, desaparecer? Morirían. Solos no tienen ninguna oportunidad.
Yo los encuentro en los rincones en los que nadie quiere mirar.

Ella estaba en el callejón, tras la antigua panadería. Seguramente había intentado rescatar restos carbonizados de pan viejo. A lo único a lo que aspiraba era a un trozo de pan mohoso y duro.
La encontré aferrada a una piedra como si le hubiera ido la vida en sostenerla.
Al principio pensé que estaba inconsciente. Pero entonces vi que tenía los ojos abiertos.
Y yo no podía parar de mirar sus ojos, porque un fino mechón de su pelo rubio y sucio se clavaba en su iris azul y no había hecho nada por impedirlo. Ni lo había apartado ni cerraba los párpados. El mechón se clavaba en el charco seco de sus ojos y yo no podía apartar la mirada.
No sé qué habría pasado si hubiese llegado más tarde.
La cogí en brazos con mucho cuidado. Tenía miedo de romperla. No pesaba nada.
No sabía que hacer. Me maldecía a mí misma por no saber cómo tratarla. Sospeché que estaba deshidratada y vine con ella todo lo rápido que pude sin correr el peligro de que se resquebrajase entre mis manos.
Nunca me he sentido más impotente que cuando trataba de hacerla beber. No había manera de hacerle entender que tenía que tragar el agua.
Uno de los bebés del fondo lloraba, pero yo no podía hacerle caso. Sus gritos eran demasiado potentes y llenos de vida como para que mi cerebro pudiese escucharlos.
Yo no soportaba ver sus ojos azules sin vida, así que se los cerré.
Cuando por fin conseguí que tragara algo de líquido, mis sentidos volvieron a funcionar un poco.
Estuve horas, días a su lado, hidratando su cuerpecito delgado muy poco a poco.
Y hoy ha abierto los ojos por sí misma. Me miraba. Sus ojos me suplicaban algo que quizá fuera la muerte, pero yo no podía concederle ese deseo. No todavía.
Es posible que no sobreviva. No sé qué más le pasa y me maldigo a mí misma por no saber más cosas para poder curarla...
Ahora duerme de nuevo, y yo solo puedo dejar que pase la noche para pasar otro día a su lado, y otro, y otro.

Caricia.

Se tragaba las palabras como si tuviese miedo a soltarlas.
Se sentía siempre al borde de un precipicio. Si salían de su cerebro caerían y morirían en una hendidura de tierra para ser olvidadas.
También ella tenía miedo de caer. No quería ser olvidada.
Pero ya se sentía olvidada. Se desvanecía poco a poco. Su ausencia aquí o allá iba borrando lo que quedaba de su rostro en las viejas fotos que unos y otros guardaban en el fondo de un desván.
Sabía que cada vez quedaba menos tiempo para desaparecer por completo.
Su nueva condición medio borrosa, casi fantasmal, le había proporcionado la habilidad de trasladarse de un lugar a otro como una brisa de aire.
Se dejaba llevar.
Comenzaba a acostumbrarse a que el viento fuese quien la moviese. Se había acostumbrado a desacostumbrarse. A los besos, a las sonrisas.
Ahora invertía la mayor parte de su tiempo en convencerse a sí misma, a lo que quedaba de ella, de que estaba donde tenía que estar.
Pero cada vez quedaba menos de ella en todas partes.

¡Gracias por leer mis estupideces!