Se tragaba las palabras como si tuviese miedo a soltarlas.
Se sentía siempre al borde de un precipicio. Si salían de su cerebro caerían y morirían en una hendidura de tierra para ser olvidadas.
También ella tenía miedo de caer. No quería ser olvidada.
Pero ya se sentía olvidada. Se desvanecía poco a poco. Su ausencia aquí o allá iba borrando lo que quedaba de su rostro en las viejas fotos que unos y otros guardaban en el fondo de un desván.
Sabía que cada vez quedaba menos tiempo para desaparecer por completo.
Su nueva condición medio borrosa, casi fantasmal, le había proporcionado la habilidad de trasladarse de un lugar a otro como una brisa de aire.
Se dejaba llevar.
Comenzaba a acostumbrarse a que el viento fuese quien la moviese. Se había acostumbrado a desacostumbrarse. A los besos, a las sonrisas.
Ahora invertía la mayor parte de su tiempo en convencerse a sí misma, a lo que quedaba de ella, de que estaba donde tenía que estar.
Pero cada vez quedaba menos de ella en todas partes.
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