Otra noche que decido pasar pegada al cristal de la ventana.
Hace mucho que no consigo dormir.
Solo el viento se atreve a susurrar esta noche. Susurra
sobre los reflejos blanquecinos de la luna en las copas de los árboles.
Aprovecho el reflejo en la ventana para observarla a ella.
Tampoco duerme, pero no cruzamos palabras.
Está sentada en su sofá, con la mirada perdida de los que
nunca han podido encontrarla realmente. Está quieta, aunque juraría que a veces
acaricia con los dedos el terciopelo viejo, endurecido y apelmazado que cubre el
reposabrazos, sin apenas mover la mano. Por lo demás, está completamente
rígida. Y pálida, siempre está pálida.
No parece molesta por el fuerte olor a putrefacción que
desde hace unos días invade la casa. Ni una mueca, ni una palabra; casi parece
que no lo hubiera notado.
Sin embargo, hay algo inquietante en su no moverse, en su
silencio. Y sobre todo en sus ojos perdidos. No puedo verlos realmente. Un
conjunto de sombras se han encargado de que tomen forma de pozo profundo. Sin
embargo, cada vez que los miro parece como si se clavaran en mí y a la vez me
atravesaran para observar por la ventana.
Una lágrima oscura se desliza por su mejilla. El oscuro reguero
se divide y pronto descubro que la lágrima tiene cientos de cuerpos que
recorren con miles de patas desesperadas su cara, invadiéndola con chillidos
agudos.
Abro la boca horrorizada, y el reflejo de la ventana me
devuelve el gesto. La marea de patitas se precipita desesperada hacia el
interior del último pozo descubierto.
Me hacen cosquillas en la garganta.