Cebolla

Ella se encuentra de espaldas a mí. El sonido del cuchillo es rítmico. La cebolla cruje bajo su filo.
La televisión crepita y de vez en cuando se oyen trozos de noticias catastróficas, frases que quedan cortadas de manera poco elegante. La imagen es gris y arenosa.

Veo su rostro reflejado en un caldero sobre el fuego. Su nariz es larga y sus ojos grandes.
Está concentrada en cortar. El olor de la cebolla me hace saltar las lágrimas.

Se gira un poco para apartar su pelo largo y sin brillo, y su reflejo en una tetera metálica me devuelve una mirada perdida con unos ojos pequeños y una nariz porcina.

El sonido del agua goteando se une al compás del cuchillo. Busco con la mirada, pero no es el grifo. Un líquido rojo se precipita desde la mesa sobre la que ella está apoyada. Cae en una olla situada a su lado, en el suelo, con un sonido metálico.

Ella alarga un poco la mano izquierda para coger otra cebolla, salpicando con un reguero rojo oscuro. Su mano está pegajosa.

Miro mi mano por acto reflejo. Las moscas se agolpan sobre la sangre seca de mis dedos.

Cuando termina de cortar, añade la cebolla rojiza al caldero.

Gris

A la luz de la luna, solo veo un cadáver de un burro gris.
Está tumbado en un lecho cómodo, espeso y oscuro.
El sonido crujiente y zumbante de la descomposición se mezcla con el del viento que revuelve las plantas muertas y frías a su alrededor.
El burro no se queja siendo devorado por el tiempo y por la vida. El hocico de un lobo moviéndose en su interior a veces hace parecer que respira.
En las cuencas de los ojos del lobo, hay supervivencia. Dentro de las del burro, varias manos agitan unos deditos minúsculos y blanquecinos que buscan alimento en el barro rojo.
El gris está tranquilo así.
Cuando llega el momento, el gris se pone en pie y se marcha, dejando al lobo y un rastro de tripas en su cama.

A la luz de la mañana, veo al mismo burro tirando de su arado. En sus ojos todavía habitan los gusanos.

Pequeña

La pequeña dedica todas sus horas a este trabajo. Con sus pequeñas y rápidas manos, mueve sus deditos diminutos con una precisión delicada. Toma una "a" y la transforma en una "e". Toma una interrogación y separa el punto del resto del signo. Coloca el punto en su sitio, y se reserva la otra parte, con la que más adelante hará seguramente una "g".

La "g" siempre ha sido su letra favorita. Le gusta deleitarse haciendo florituras con el ganchito de abajo, y hacer un gracioso círculo en la parte de arriba.

Así, día tras día, se dedica a traducir miles de palabras encerradas en celdas diminutas a algo que no haga daño al abandonar la prisión.

No sabe exactamente qué problema hay con esas palabras. Solo sabe que, tal y como están puestas, en ese orden, por muy correctas que sean sintácticamente, hacen daño al salir. Se atropellan y se atragantan. Y sabe que si no salen, se acumulan impidiendo que Ella pueda respirar.

Sabe que tampoco puede hacer mucho. Aunque fuera más rápida, las palabras vienen a una velocidad muy grande y siempre quedan restos de aes tiradas por todas partes -"¿por qué utiliza tantas aes?" se ha preguntado siempre la pequeña.

A veces se salta las normas y echa un vistazo a las frases o las palabras y recuerda por qué prefiere ser buena y no mirar. Rara vez hay palabras positivas encarceladas. "¿Será por eso que las encierra con tanta insistencia?" se pregunta. Pero su pregunta solo resuena y resuena, y sus palabras acaban en una de las cárceles, apretadas entre gritos silenciosos de esos que luego tendría que transformar en palabras como éstas.

Planetas

Nos faltó ese momento.

Lentamente, el nudo en el que se habían cerrado nuestras manos comenzó a aflojarse inevitablemente.

El nudo se desplazó de nuestras manos a mi garganta. Ahora apenas nos unía el tacto de nuestros dedos.

El viento secaba unas lágrimas que ninguno queríamos dejar salir.

El mundo se detenía poco a poco en ese instante eterno. No había más que un silencio intenso capaz de enmudecer el ajetreo de la ciudad.

Mi mente quería retener hasta el más mínimo detalle de ese momento, sabiendo que tendría que alimentarme del recuerdo durante demasiado tiempo, pero nudo de la garganta lo impedía.

Dicen que cuando morimos vemos nuestra vida pasar por nuestros ojos. Una parte de mí que se sentía morir convirtió mis pensamientos en un corcho seco que solo contenía imágenes de tiempos mejores, en los que no existía el adiós.

Un planeta se alejaba de la órbita de otro planeta y el mundo seguía su curso.

Los planetas estiraban sus brazos para continuar unidos por ese único roce que significaba que aún estaban juntos.


El universo terminó de separarlos. Los dedos estirados de los planetas ya no se tocaban.

Dry Blue Eyes

Yo soy quien se encarga de sacarles adelante. Después de la guerra, ellos no han sabido hacerlo por sí mismos. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Dejarles perderse, desaparecer? Morirían. Solos no tienen ninguna oportunidad.
Yo los encuentro en los rincones en los que nadie quiere mirar.

Ella estaba en el callejón, tras la antigua panadería. Seguramente había intentado rescatar restos carbonizados de pan viejo. A lo único a lo que aspiraba era a un trozo de pan mohoso y duro.
La encontré aferrada a una piedra como si le hubiera ido la vida en sostenerla.
Al principio pensé que estaba inconsciente. Pero entonces vi que tenía los ojos abiertos.
Y yo no podía parar de mirar sus ojos, porque un fino mechón de su pelo rubio y sucio se clavaba en su iris azul y no había hecho nada por impedirlo. Ni lo había apartado ni cerraba los párpados. El mechón se clavaba en el charco seco de sus ojos y yo no podía apartar la mirada.
No sé qué habría pasado si hubiese llegado más tarde.
La cogí en brazos con mucho cuidado. Tenía miedo de romperla. No pesaba nada.
No sabía que hacer. Me maldecía a mí misma por no saber cómo tratarla. Sospeché que estaba deshidratada y vine con ella todo lo rápido que pude sin correr el peligro de que se resquebrajase entre mis manos.
Nunca me he sentido más impotente que cuando trataba de hacerla beber. No había manera de hacerle entender que tenía que tragar el agua.
Uno de los bebés del fondo lloraba, pero yo no podía hacerle caso. Sus gritos eran demasiado potentes y llenos de vida como para que mi cerebro pudiese escucharlos.
Yo no soportaba ver sus ojos azules sin vida, así que se los cerré.
Cuando por fin conseguí que tragara algo de líquido, mis sentidos volvieron a funcionar un poco.
Estuve horas, días a su lado, hidratando su cuerpecito delgado muy poco a poco.
Y hoy ha abierto los ojos por sí misma. Me miraba. Sus ojos me suplicaban algo que quizá fuera la muerte, pero yo no podía concederle ese deseo. No todavía.
Es posible que no sobreviva. No sé qué más le pasa y me maldigo a mí misma por no saber más cosas para poder curarla...
Ahora duerme de nuevo, y yo solo puedo dejar que pase la noche para pasar otro día a su lado, y otro, y otro.

Caricia.

Se tragaba las palabras como si tuviese miedo a soltarlas.
Se sentía siempre al borde de un precipicio. Si salían de su cerebro caerían y morirían en una hendidura de tierra para ser olvidadas.
También ella tenía miedo de caer. No quería ser olvidada.
Pero ya se sentía olvidada. Se desvanecía poco a poco. Su ausencia aquí o allá iba borrando lo que quedaba de su rostro en las viejas fotos que unos y otros guardaban en el fondo de un desván.
Sabía que cada vez quedaba menos tiempo para desaparecer por completo.
Su nueva condición medio borrosa, casi fantasmal, le había proporcionado la habilidad de trasladarse de un lugar a otro como una brisa de aire.
Se dejaba llevar.
Comenzaba a acostumbrarse a que el viento fuese quien la moviese. Se había acostumbrado a desacostumbrarse. A los besos, a las sonrisas.
Ahora invertía la mayor parte de su tiempo en convencerse a sí misma, a lo que quedaba de ella, de que estaba donde tenía que estar.
Pero cada vez quedaba menos de ella en todas partes.

Recuerda que no recuerdas.

¿Sabes cuando miras ese objeto que das tan por hecho que está ahí? Pasas la mirada por encima, casi sin verlo. Sabes que es su sitio natural. No te hace pensar nada.

Sin embargo, tu cerebro sabe que pertenece a esa persona, o que está ahí porque aquella otra persona lo puso porque le parecía mejor sitio, o por distracción, o que viene de aquél lugar que deberías recordar y que no estás muy segura de saber siquiera si existe o no. Sabes que lo cogiste aquel día de verano con... ¿cuántos: cinco años, seis? y le diste un uso nuevo.

Sabes que lo pusiste en la casa de tu muñeca, y también dentro de tu coche teledirigido.

También recuerdas cómo se veía entre tus manos, más pequeñitas y más blandas, y casi siempre más llenas de tierra por haber jugado fuera.

Notas bajo tus dedos cómo te aferraste a él cuando la tierra temblaba y no podía existir un futuro.

Casi puedes sentir, incluso, las manos que te lo dieron o te lo quitaron, demasiado suaves para ser tan violentas.

Puede que la mayoría de estos recuerdos no fueran siquiera verdaderos. Pero están ahí, almacenados en ese baúl sin fondo al que llaman cerebro, que lo guarda todo y a veces no te permite sacar nada.

Cada una de las partes de ese objeto es capaz de evocarte miles de sensaciones.

Hoy te hará sentir una niña.
Mañana, una anciana.

Consciencia

Las personas están construidas por capas que envuelven capas que envuelven más capas.
Las capas de esta persona eran muy duras. Apenas se conocían la primera y la última.
La primera capa era dura, sujetaba un cigarrillo y se adornaba con una sonrisa irónica. Su voz era sarcástica. Su risa, afilada. Su mirada, fría. Su conversación aparentemente frívola.
Bajo este tipo de capas casi siempre hay una capa muy fina que cubre otra capa más. Si miramos un poco más atentamente a los ojos, podemos atisbar estas otras capas: la fina es de indiferencia y dureza. La otra es de amargura y resentimiento, cuidadosamente aderezada con un poco de aislamiento.
Por el tono de la risa, encontramos otra capa bajo esta última. La amargura y el resentimiento no son más que una cubierta para la decepción, la desesperanza, la apatía.
Que exista esta capa siempre implica que existe otra más de buenas expectativas y esperanza. Pero siempre lo suficientemente oculta como para mantenerla a salvo.
Bajo esta capa, encontramos la pasión y la fuerza.
Las otras capas impiden la rotura de esta última. Pero se han creado por la fragilidad de la misma. 
Cada golpe genera una capa. Cada capa cubre la anterior para protegerla.
La protección puede hacernos olvidar lo que se encuentra debajo.

Existencia.

En otoño las hojas caen de los árboles. El viento las sopla en todas las direcciones. Retrasa su caída. Las empuja a bailar, las lleva lejos de las ramas donde brotaron. Algunas caen en sus propias raíces, pero la mayoría vuela lejos.
El destino de todas ellas es el suelo. Todas acaban en el suelo. Una pila de hojas.
La lluvia las humedece y se convierten en una masa blanda que abona la tierra.
En la ciudad se hacen añicos bajo miles de pasos.
Lo llenan todo con sus colores marrón y rojo sangre. Pero en primavera, ya hace mucho que se han ido y nadie las recuerda.
Brotan otras hojas, verdes y fuertes.
Ellas tienen el mismo destino.

Little Bird

Miro hacia abajo. Entre el suelo y yo hay una distancia enorme.
Doy un paso hacia atrás.
¿Cómo puedo estar segura de que podré volar? ¿Y si resulta que la única manera de hacerlo es confiar en ello y saltar?
Pero ¿y si no nací para esto?
He visto a muchos otros volar. Tienen las alas mucho más largas y se mueven con gracia. Incluso cuando están apoyados en cualquier superficie firme, saltan con tanta rapidez que casi parece que se deslizaran.
Quizá yo sea de esos que deben vivir siempre en tierra firme. Rebuscar en la tierra húmeda, caminar a saltitos ridículos entre la hierba.
Eso no explica por qué he vivido todo este tiempo aquí arriba, pero sí mi incapacidad de lanzarme al vacío.
Quiero convencerme de que he nacido para volar.
Antes estaba prácticamente segura. Miraba al cielo y me imaginaba atravesando nubes de algodón, con el viento acariciándome la cara.
Pero ha llegado el momento. ¿O no? ¿Cómo sé si es este el momento? Dudo de todo.

¿De verdad era tan soñadora? ¿Qué soy ahora?
Una cobarde.
Me vuelvo a acercar al borde de la rama.
Tengo tanta necesidad de volar que me duele.
De pronto todo se aclara. Solo hay dos posibilidades: o caigo y muero, o vuelo.
Si muero no sufriré más, porque estaré muerta. Si vuelo podré ser feliz. Pero si me quedo aquí eternamente planeando cómo bajar sin atreverme a intentar subir no tendría sentido seguir viva.
Mi intención es vivir o morir. No sobrevivir.

Cierro los ojos y doy otro paso adelante.
Los abro; estoy harta de ser una cobarde.
Salto, y al instante me doy cuenta de que voy a morir.

¡Gracias por leer mis estupideces!