La jaula

Abrió los ojos, ya molesta por la débil luz que se colaba en el interior de la estancia. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez.

La penumbra de la habitación le resultaba deslumbrante. Se había acostumbrado demasiado a la oscuridad con que sus párpados abrigaban su mirada.

Se levantó como una autómata y caminó hasta su viejo tocador descolorido, acariciando con las puntas de sus huesudos dedos los barrotes de su jaula. Estos desprendieron herrumbre a su paso, como la corteza muerta de un delgado árbol podrido y resquebrajado.

Su paso la llevó hasta el asiento frente al espejo agrietado y sucio, y, como tantas otras veces, contempló la estancia desde el oscuro reflejo que le devolvía. Una capa de polvo se había adherido a cada superficie de su lúgubre cárcel privada.

Contempló el exterior entre las delgadas varillas de la jaula. Día y noche se sucedían a toda velocidad. Todo era borroso y confuso. Una lluvia de pinceladas de imágenes diferentes se mezclaba sin sentido, el tiempo y el espacio no se ponían de acuerdo mientras ella observaba.

Y por delante de todo, los mugrientos barrotes.

Cuánto tiempo llevaba encerrada es algo que no podía recordar. No tenía conciencia de haber sido niña nunca, podía haber nacido ahí o simplemente haber olvidado que lo fue. Solo sabía que nunca podría salir.

Sus ojos repasaron el oxidado armazón por primera vez en mucho tiempo. Arrastró torpemente la mirada hasta donde creía recordar que se encontraba la infranqueable puerta. Y allí, su vista se tropezó por primera vez con la cerradura de la jaula, antigua, complicada, imponente, invencible.

Había algo extraño en ella. Esperaba ver un débil punto de luz en el agujero donde iría la llave. Lo comprendió rápidamente: no había oportunidad de salir, la cerradura había sido sellada.

Se levantó de la silla y lentamente se acercó hasta la cerradura, temblando. En la penumbra, sus ojos adivinaron lo que sus temerosos dedos acabaron por confirmar.

Su corazón se desbocaba, oía cada latido frenético como un tambor en sus oídos. Y por fin, la tocó.

Allí, en la cerradura, incrustada, al alcance de su mano, había reposado la llave desde el momento en que ella misma había decidido encerrarse.

Y entonces, recordó.



Un grito resonó en la nada, y nadie vio caer con fuerza una enorme llave enmohecida a un charco de barro rojo y espeso.

3 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias, Adri. Me hace muy feliz saber que en alguna parte a nosecuántos kilómetros nos seguimos entendiendo.
      Un abrazo enorme <3

      Eliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar

¡Gracias por leer mis estupideces!